Ella se fue, y sus caderas ondulaban haciendo el signo de infinito a cada paso.
Se fue y dejó en el parque, de recuerdo, una imagen de satén color púrpura
dibujando cintas en el suelo. Arrastraba la falda como una reina sobre las
colcha de ojos verdes; fue la última vez que a vimos caminar.
Caminar.
Caminar es su tesoro, el movimiento que reverbera en las distancia con
frecuencias inaudibles, pero que se
queda en la memoria, agarrada a las paredes de la mente.
Primero, antes que su cuerpo, se marchó su pelo. Su pelo era el portal de los
secretos que habitaban en los huecos de
su mundo. Ella era una mujer con dos personalidades, dos seres repartidos en
dos mitades. Parte de cada una estaba dentro de su cuerpo, en las ondulaciones
de su vientre musculado; Parte de cada una estaba dentro de esa marejada que
era su extensa cabellera.
Su pelo era una institución
inevitable a quien ella consultaba las más graves decisiones. Nunca se acostaba
sin cepillarlo y comentar las anécdotas de cada día. Durante años, aquellos en los que
no sentía que pudiera entregarse al mundo, mientras deambulaban sus
cascabeles por países incontables, había sido su único compañero. Con él
atravesó los charcos y las tierras húmedas de Pekín; Con él, proyectó sombras difusas en las
calles de París, y con él pasó bajo el arco del triunfo como una reina altiva y
solitaria.
Su pelo era pues, casi tan largo
como la mitad de ella misma, y en su mata de rastrillos y rastrojos escondía
los recuerdos y custodiaba los depósitos millonarios de su alma. Pero un día se
dio cuenta. No era demasiado largo, sino demasiado pesado, demasiado poderoso,
más que su corona imaginaria. Entre las
hebras castañas y los bucles de cáñamo habían crecido llaves y candados, y sólo
el pelo sabía qué llave abría qué cerradura y tras qué cerradura se hallaba esta
emoción o aquel recuerdo. La cabeza le
pesaba, le dolía y a veces necesitaba apoyarla en las dos manos para sostenerla.
Su pelo ya no le aconsejaba, más bien dictaminaba si era conveniente para ella
tal afecto, tal amigo, tal vestido.
No pudo más. Las cerdas del cepillo
ya no atravesaban la cascada; los nudos golpeaban su espalda con la violencia
de un cilicio. Trenzarlo resultaba
imposible. Como leños endurecidos por la intemperie aquel pelo resultaba cada
vez más fuerte, más rígido. Las puntas
se le abrían: heridas florecidas. Casi le dolían los bucles desmadejados y
llenos de contracturas. La navaja no los cortaba. Ni siquiera podarlos era
concebible.
Tan grande fue su rabia y su
impotencia que de un golpe clavó las tijeras en el espejo, allá donde tropezaba
con su propio rostro. Las grietas chillaron al resquebrajarse el cristal; y
desde el otro lado pudo ver que entre los candados y las llaves colgaban ya
gruesas cadenas. Unas de acero, otras más finas aún, de bronce o de un cobre
apagado. Quizás algunas eran blandas, de níquel, o de plata. Entonces supo que
debía de hacer algo.
Algo.
Aunque fuese atroz, aunque fuese irreversible, aunque fuese la última de las
posibilidades y tuviese la más terrible de las consecuencias; aunque en otra
ocasión lo hubiese considerado fuera de todo cálculo.
Bajó las escaleras hasta el taller de
bricolaje y extendió la dura cabellera sobre la mesa. Inclinó la cabeza boca
abajo con la reverencia y la aceptación de una soberana… y conectó la radial.
Las chispas saltaron y un olor de hierros quemados, miles de luces y chillidos brotaron de aquella mutilación fríamente
meditada. Meditada sí, en unos escasos segundos que no hubieran sido más certeros
de haberse prolongado. Al fin y al cabo, ya no tenía a quién consultar. Cuando la máquina terminó su descenso,
permaneció cabizbaja, con el cuello tenso, como si aún soportara la carga, como
si la retuviera atada. Finalmente la sensación de vértigo se fue mitigando y la
reina indultada se irguió. ¡Qué poco le costaba ahora! Sobre la mesa, la
cortadora aún humeaba, y troceado, el poder estaba muerto. Ella esperó. Había imaginado
que quizás tenía ya vida propia; que quizás
se volvería contra ella y como un pulpo de acero trataría de asfixiarla;
por eso en una mano, desde antes de empezar, aferrada y agarrotada por la
fuerza, sostenía un hacha. Pero nada pasó, aparte de las horas. El sol se había
desplazado un metro hacia el oeste a través de las ventanas cuando ella se dio
cuenta de que estaba contemplando un ramo de cabellos. Un ramo de pelo, en el que pelo quedaba poco,
más bien alambres y cadenas de rosario, y cadenas de joyas, y cadenas de barco. Aliviada, sin nadie a quien dar cuentas de
sus actos en el futuro, acarició su largo cuello y su nuca despejada. Ahora sí,
pequeños caracoles castaños y flexibles
se enroscaban en sus dedos con un hilo de seda como el que dejan en las
plantas.
Irregular, salvaje como su forma de ser, indómita como el camino que le quedaba
recorrer, sus pies la guiaron hacia el norte.
No era ya una reina desterrada. No una
reina sin tierras, no, el suyo era un reino inmaterial, era un reino hacia
adentro, y todas las galerías y cavernas de su mente y de su cuerpo ahora le pertenecían.
Y todas y cada una de esas partes era suya y era libre de hacer con ellas lo
que mejor le pareciera. Lo que conocía volvía a ser suyo, y lo que no conocía,
bueno, ese era un camino que tenía que hacer por fuera para poderlo encontrar
por dentro. Por de pronto y hasta donde uno puede imaginar, la extensión de su
reino era infinito.
Hacia el norte; lejos, bien lejos… lejos de ataduras aceradas o leñosas, lejos
de las cuentas de rosarios que se crían entre malvas en España. Dicen que ahora
baila su danza del vientre sobre superficies de hielo; que despliega las
plateadas alas de Isis en el invierno; que la han visto cubierta de velos sobre
lagos helados, danzando descalza. Y dicen que los peces y las ranas y los
sapos, y las algas y las flores cristalizadas se confunden al calor de sus pies
y esperanzados creen estar contemplando la primavera. Se equivocan; nada hay en
la reina que prediga una estación, la libertad de un tiempo o la esclavitud de un cielo; Dicen también que cuando cuando quiere saber algo, danza con una
calavera que responde al nombre de Yorick. Pero esa calavera que nadie ha visto,
yo sé, que sólo contesta con eco y sólo
obedece ante preguntas retóricas… así que dudo mucho que sea verdad.
Yo
más bien creo, que baila, y cuando baila le pregunta a su cuerpo.
Y
esté donde esté, sustituyó el silencio con un cinturón de cascabeles que suena como sonaban sus cabellos, dando
música a sus pasos al son de sus caderas, que dibujan al moverse bellas cintas de Moebius.
M. Dal Bo, 6-2012
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