La chica lleva un par de horas en la carretera. Hace un
calor inesperado para la época del año que transcurre. Ha pasado la
última población grande hace más de media hora. Esperaba encontrar
una gasolinera poco después de pasar la pequeña ciudad de
provincias. Siempre las hay, suele haberlas, debería haberlas, se
supone que... a las afueras... al pasar los polígonos
industriales... Pero no, no las hay, y ella sigue conduciendo. No
lleva agua, el sol brilla con intensidad y es pleno mediodía. Las
escasas señales que conducen a algún sitio donde pueda haber un bar
y un lavabo, o donde comprar algo, exigen alejarse varios kilómetros
de su ruta y tiene prisa por llegar: su novio la está esperando. Así
que va dejando que las señales pasen una tras otra mientras el calor
aprieta y su urgencia crece, y además de ganas de orinar, comienza a
tener bastante sed. El coche no lleva aire acondicionado, y sus ojos
demasiado claros acusan la reverberación del calor en el asfalto. La
música, que es su único estimulante, se suma al ruido del motor y
del aire con las ventanillas bajadas y ambas cosas se confunden en
una pasta de indefinida del cual sólo emergen los agudos de un modo
cada vez más irritante. El parabrisas es un cementerio de mosquitos
arrasados, pero no tiene agua y el limpia pasa una y otra vez
trazando estelas grises, sin conseguir arrancarlos. Pese a todo está
contenta. Hace tiempo que no ve a su pareja y les esperan unas
pequeñas vacaciones en una costa verde surcada por puentes, playas
de arena descolorida y bosques de eucalipto, así que pisa el
acelerador un poco más y lo soporta. La autovía es amplia, describe
un arco elevado con varios carriles a su alrededor, y está vacía.
Algún camión cruza zumbando en el sentido contrario. La adelanta un
deportivo que parece fuera de lugar entre colinas blancas y rojas,
matojos secos, casas hundidas en el terreno y campos arados hasta
donde se define el horizonte.
Un
poco harta, un poco desesperada también, cerca ya de otra población
grande decide arriesgarse y con el siguiente aviso de gasolinera,
toma el desvío. Cuando quiere darse cuenta está en otra autovía,
un poco más estrecha, de tan solo dos carriles por sentido y que
dibuja un inmenso círculo en dirección contraria. No se ve ninguna
estación de reportaje a lo lejos. La chica pierde la paciencia. La
presión en sus ingles y la sed en sus labios secos la impulsan, y
elige la primera salida, casi arbitrariamente. Ahora está en una
carretera de dos carriles con una mediana. A su diestra, mientras
acelera, ve que hay una vía casi paralela, aunque distante. Un poco
más adelante la suya desemboca en una glorieta. Gira a la derecha
una vez más con esperanza de ser devuelta a su dirección original,
pero esta carretera -una comarcal modesta sin arcenes-, se extiende
perpendicular a la anterior, así que no la lleva de vuelta hacia
ninguna parte. Ahora la presión entre sus piernas es mucha, y ya no
piensa con claridad. Se muerde los labios, estira el cuello sobre el
salpicadero del coche y, a través del turbio parabrisas ve un cartel
grande, con letras amarillas en el que se lee: "Hotel". Ni
se lo piensa. Da un volantazo y sale del asfalto pegando tumbos sobre
la tierra polvorienta. A primera vista parece un típico alojamiento
de carretera: tres pisos, cercano a las autovías, y con un bar
inmenso en la planta inferior. Un lugar acogedor en medio de la nada,
en un páramo de colinas bajas que se calcinan al sol, llamando la
atención de sus clientes con un gran cartel luminoso en la azotea
almenada del edificio. Es el descanso habitual de transeúntes
solitarios, mayormente camioneros, transportistas y viajantes, que
solo quieren comer de menú y quitarse los calcetines olorosos frente
a una televisión pequeña, donde puedan quedarse dormidos sin soltar
el mando. Esos lugares suelen ser hoscos, pero comprensivos con los
conductores. Eso significa que podrá ir al baño, comprar una
botella de agua, y echar algo sobre el cristal delantero del coche
para despejar la vista. El edificio es moderno, un poco cursi, aún
así parece agradable con sus ladrillos de terracota sonrosada y las
junturas tan blancas como si acabaran de desempaquetarlo. Tiene
ventanas de casa de muñecas, y grandes cristaleras en forma de arco
al pie del edificio en las que se lee: "Restaurante Erdeland"
La chica sonríe. El nombre suena casi élfico. No se puede estar mal
en un lugar con un nombre élfico.
Pese
a los grandes ventanales, no alcanza a ver el interior del local
desde el coche porque se encuentra protegido del sol con espesas
cortinas. Hay un parking delante del edificio, con lineas amarillas
en el suelo, pálidas farolas redondas y una señal de tráfico de
color azul brillante. A su lado pasa una calle sin aceras que conduce
a un caserío situado al pie de una loma, unos quinientos metros más
arriba. Al otro lado, un parque infantil en el que no juega nadie. La
chica aparca a la sombra, en el lateral, y mira por las ventanillas
del coche mientras recoje sus cosas. No percibe movimiento, pero al
otro lado de los ventanales las mesas están puestas. Hay manteles
blancos, y copas, y servilletas pulcramente dobladas, y platos con
sus cubiertos. Se baja del coche y se dirige a la entrada principal:
un zaguán amplio, que precede a un recibidor de mármol tras unas
cristaleras inmensas y brillantes. Le llama la atención la tierra y
la huella dejada por el agua acumuladas en el portal... y todo sigue
estando terriblemente quieto. Se pregunta si hubo una tormenta antes
de que saliera ese sol castigador, y no han tenido tiempo de
limpiarlo. Aún así, es extraño. Los hoteles son tan pulcros... Se
acerca a la puerta y presiona. Parece cerrada. No quiere que
aparezca alguien y la tome por loca así que, con cierta cautela,
pega sus ojos al cristal haciendo sombra con la mano. La recepción,
pintada en colores pastel es una muestra bastante kitsch de lo que la
gente suele considerar agradable. Hay un teléfono sobre el mostrador
y algunos objetos, pero ningún recepcionista. De hecho, no hay nadie
en absoluto. También ve dos enormes plantas al fondo, cerca de las
escaleras. El poto se ha secado en torno a su palo, pero la de atrás
aún subsiste y conserva ramas frondosas y oscuras Algunos objetos
están desparramados por el suelo y dos inmensas cortinas, de color
rosa y verde pálido, se arrastran por sobre baldosas de gres que aún
reflejan la luz de las paredes. A la derecha la puerta del bar,
comunicada con el vestíbulo, muestra una barra donde se acumulan
botellas vacías, vasos y envoltorios de aperitivos. Las papeleras
tienen sus bolsas blancas, hay comida en el expositor, y un grifo de
cerveza. El hotel parece que estuviera habitado sí, y al mismo
tiempo, que hubiera sido abandonado repentinamente. Entonces la
chica retrocede, despacio, hasta que el sol vuelve a calentar su
cabeza fuera del zaguán. Sus ojos se detienen en la tierra de la
entrada y ve. Ahora ve: El parking completamente vacío, las malas
hierbas creciendo desgreñadas entre la acera y las ventanas... La
señal azul de tráfico que pone "Aparcamiento hotel" está
completamente abollada.
Orina
apresuradamente detrás del edificio, se limpia con una toallita
higiénica y se pone otra vez al volante, aliviada, pero con evidente
fastidio. Entonces se da cuenta de que no sabe cómo volver a la
carretera principal. Enciende el GPS, reinicia la ruta establecida y
éste en vez de hacerla retroceder la guía hacia adelante. Siguiendo
sus instrucciones acelera por la misma carretera que la llevó hasta
allí, dejando atrás el lugar abandonado. Poco después pasa una
gasolinera a la izquierda, pero ya no tiene ganas de pararse. Está
en sentido contrario y la ha visto demasiado tarde. Ahora lo que
quiere es llegar a su destino. Le dan igual los labios resecos, los
mosquitos en el parabrisas, el ruido de las ventanillas bajadas y el
calor. Pasa la estación de servicio, cruza debajo de un puente y
aparece en una línea recta de dos carriles que se adentra en un
polígono industrial. Cuando adelanta el primer edificio a su
derecha, un concesionario de coches, ve que tras los inmensos
escaparates, el local está vacío. A su izquierda hay una nave de
ladrillo con rejas de hierro en las ventanas del que cuelga un
cartel: "Se vende", oscilando en el aire tórrido del
mediodía. El siguiente tiene alguna ventana rota, y del que viene a
continuación, un edificio achaparrado, cuelga una inmensa pancarta
blanca anunciando su disponibilidad. Y las naves y los edificios
vacíos se repite una vez... y otra vez... y otra.... Acaba de
entrar en Erdeland.